domingo, 1 de mayo de 2016


“No se da ni cuenta que cuando la miro
Por no delatarme me guardo un suspiro
Que mi amor callado se enciende con verla
Que diera la vida para poseerla.

No se da ni cuenta que brillan mis ojos
Que tiemblo a su lado y hasta me sonrrojo
Que ella es el motivo que a mi amor despierta
Que ella es mi delirio y no se da cuenta.

La voz de Chiquetete sonaba en la vieja radio de la cocina. El rostro de Andrés estaba surcado de lágrimas. No sabía si era por ira, por dolor, por impotencia… Pero la letra de la canción “Esta cobardía” había sido escrita para él y para nadie más. Quizás él mismo se había metido en la cabeza de los autores (F.M.Moncada/P.Cepero) y les había dictado la letra describiendo perfectamente sus sentimientos y emociones cada vez que veía a la señora Amada.

Se dirigió con paso decidido a la alacena y sacó de allí los ingredientes: harina, sal, levadura en grano, azúcar. Puso agua fría en una jarra y la entibió con agua hirviendo. Su sangre también hervía, su mente bullía con todos aquellos pensamientos y el cantante no le daba tregua…

Esta cobardía de mi amor por ella
Hace que la vea igual que una estrella
Tan lejos, tan lejos en la inmensidad
Que no espero nunca poderla alcanzar.

Sí, su amor era cobarde, tanto que no le permitía decirle nada. Ella estaba lejos, tan lejos en aquella inmensidad que los distanciaba, tan lejos como él mismo la había colocado.

No se da ni cuenta que le concedido
Los cálidos besos que no me ha pedido
Que en mis noches tristes desiertas de sueño
Que en loco deseo me siento su dueño.

Andrés no quería sentirse ni ser su dueño, sólo quería servirla, amarla, estar a su disposición, pero… eso no era cosa de hombres. Él era un hombre, no un pelele que pueda ser dominado por una mujer.
No se da ni cuenta que ya la he gozado
Y que ha sido mía sin haberla amado
Que es su alma fría la que me atormenta
Que ve que me muero y no se da cuenta…”

Sí, su señora Amada tenía el alma fría como el hielo y él pensaba que lo ignoraba por completo. No le hacía caso, era algo inexistente para ella.
Sumido en sus pensamientos e incertidumbres, puso la levadura en una taza, un poco de azúcar para que reaccionara más rápido y colocó un poco de agua tibia para que la mojara. La puso sobre un costado e inmediatamente volcó la harina sobre la mesa. Una nube de polvo lo inundó y lo hizo volver en el tiempo, a aquella tarde que envuelto en otra nube de polvo llegó a la pulpería “De la Esquina”, de don Eustaquio Flores…

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Andrés estaba sin trabajo. Había ido a la pulpería porque allí era el centro de información, oficina de colocaciones, lugar de reunión y el sitio al que los hombres concurrían para todo: buscar empleo u ofrecerlo, dejar sus referencias, hacer amistades, compartir una copa de ginebra o aguardiente, jugar al “truco” dentro del recinto o a “la taba” afuera; hablar de mujeres, de ganado, de cosechas, y mil temas más.

Entre copa y copa recostado en el mostrador, se enteró por su amigo Román que se había vendido la chacra del viejo Casimiro, el que sintiéndose solo decidió irse a vivir a la ciudad con su familia y dejar el lugar donde había permanecido toda su vida hasta entonces.
-…la vendió barata porque estaba muy venida a menos –le contaba Román.
-¿Y puede saberse quién la compró?

-Una mujer. Pero ¡qué mujer! Es de la ciudad, pero no le hace asco a ningún trabajo. Es una tipa grandota, fuerte, robusta… Tiene un carácter muy jodido y está decidida a sacar la chacra adelante, y con el ímpetu que tiene seguro que lo logra. Se llama Amada Nosecuánto, y anda buscando un hombre que la ayude con los quehaceres del campo, pero nadie quiere ir porque hay mucho trabajo y poca paga. Pero si estás sin nada, por lo menos vas a tener casa, comida y algún pesito. Vos no tenés familia que mantener, así que mientras se viene la época de la yerra, capaz que te sirve –y apuró el trago de ginebra como para mojar la garganta que se le había secado de tanto hablar.

-Voy a darme una vuelta por “La Tacuara” y hablar con esta señora.

-Bue… te deseo suerte hermano. Dicen que no habla, solo ordena y no tiene pelos ni miramientos para decir las cosas. Es clarita como el agua, pero más dura que el acero y tiene la lengua afilada como su facón, que carga en su espalda como cualquier hombre de campo.

Andrés agradeció la información de su amigo con una franca sonrisa y un apretón de manos.

-Don Eustaquio, -gritó antes de marchar- sírvale una copa aquí a mi amigo. Y me anota todo. Estoy seguro que le pagaré mi deuda antes de lo que imagina.

-¡Pero cómo no Andrés! Vos tenés el crédito abierto. Andá tranquilo nomás.
Desató a su caballo, un overo de paso elegante y galopar seguro. Se montó y salió al trote en dirección a “La Tacuara”.

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Salió del rancho para prender el fuego del horno de pan. Lo limpió concienzudamente y le acomodó la leña que estaba preparada debajo, resguardada de la lluvia. Le puso unas ramitas bien secas y le arrimó el fuego. Se quedó mirando el danzar de las llamas cuando recordó que había dejado la levadura en remojo. Tapó el horno para que no perdiera el calor y entró a la cocina. La levadura ya había levado, así que la volcó sobre la harina a la que ya le había puesto la sal. Sus hábiles manos comenzaron a trabajar los elementos. Un poco de grasa vacuna le ayudaba a manejar mejor aquella masa. Pero no pensaba en eso, sino en el primer encuentro con la señora Amada…

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La puerta de la tranquera estaba abierta, así que decidió entrar. Un camino hecho por el tránsito de la gente, los animales y vehículos pasando durante años por el mismo lugar, había dejado sin pastura dos sendas paralelas que terminaban en la casa. Sobre el costado derecho se veía el motivo del nombre de la chacra: un plantío agreste de cañas de tacuara. A la izquierda el corral de los animales. Algunas vacas pastaban distraídas sin darle importancia a las visitas. Un perro cimarrón salió a su encuentro ladrando desaforadamente, pero Andrés se mantuvo tranquilo y lo miró sin decir palabra. El perro cambió su ladrido y comenzó a caminar al lado del caballo.

Al apearse, el perro se acercó moviendo la cola y con la mirada le suplicó una caricia. El jinete sonrió y se la regaló, rascando su cabeza y pasando su mano por el lomo del animal. Luego, seguido por el cimarrón, caminó con mirada escudriñadora todo el lugar.

La casa necesitaba algunas reparaciones. El techo era de chapa y se veía que con un soplido de viento volaría más de una. Otras de la chapas estaban en pésimas condiciones, con agujeros que se notaban a simple vista, lo que hacia que se filtrasen humedades. Las paredes pedían pintura urgente. La empalizada tenía algunos lugares a punto de caerse. Al estar roto el alambrado del gallinero, las gallinas estaban sueltas y podrían escaparse por la tranquera. Una de ellas, con una fila de pollitos detrás, corría en busca de alimento seguida por sus crías. En tanto un gallo de riña alto, espigado y con un cogote larguísimo se paseaba entre el resto de las aves con gesto altanero.

La porqueriza estaba también en malas condiciones, aunque todos los animales se veían saludables y bien atendidos.

-¡Alto yegua, aaaaaalto! –gritó una voz femenina a sus espaldas. Al sentir el galope apenas le dio tiempo de moverse e impedir que el animal lo atropellara. Un potrillo la seguía de atrás –La tranquera está abierta, se me vaaaaaa…

Cuando la mujer llegó a la puerta de la casa vió un jinete salir al galope tras su yegua, que había huído por la tranquera y ganado carretera. Las patas herradas del overo retumbaban en el suelo seco. Por suerte para Andrés, la yegua llevaba puesta las riendas, por lo que le resultó más fácil dominarla. Una vez que la calmó, retorno con ella hacia la chacra, bajo la atenta mirada de la dueña.

“Qué tipo más buen mozo”, pensó. “Qué bien me vendría alguien así para levantar este lugar”.

Andrés tenía unos treinta y pocos años. Hombre de campo, curtido por el sol y las tareas al aire libre. Tenía la piel tostada, un físico joven y modelado por el trabajo, no por las pesas de los clubes deportivos. Su rostro a lo lejos se veía oculto por el sombrero, tenía el pelo castaño claro y montaba como un jinete experimentado. Realmente sabía lo que hacía.

Se desmontó de su pingo sin soltarle las riendas a la yegua. Se acercó a la mujer, y allí ella pudo apreciar su rostro angular, la nariz un poco achatada, los labios gruesos y sensuales, y los ojos enormes, risueños, con mirada bondadosa y acariciante color caramelo. Ella que era una mujer alta, tuvo que alzar la vista para mirarlo directamente a los ojos.

-Aquí tiene su yegua señora –la fijeza con que ella lo estaba mirando lo turbó. Se sonrojó levemente y en voz baja le dijo- Le sugiero que de aquí en más la ate cuando no la esté usando o la deje fuera del corral.

¿Por qué no podía sostener la mirada de esa mujer? Había logrado ponerlo nervioso y eso lo turbaba aún más.

-Estaba dentro del corral, pero encontró un lugar que estaba roto y saltó por allí. De todas formas gracias por atraparla. Ahora… ¿se puede saber qué desea?

-Mi nombre es Andrés Vergara. Estoy sin trabajo en este momento y me dijeron en la pulpería de Don Eustaquio que usted andaba en busca de trabajadores.

-Quítele el plural. Busco uno solo y no porque no necesite varios, sino porque no puedo pagar más que uno. Ofrezco casa, comida y mucho trabajo. No tengo dinero para pagar sueldo hasta dentro de un mes que recibiré un dinero de la capital. Y quiero que me diga ya mismo si acepta y cuánto quiere ganar.

-Acepto señora. El sueldo lo dejo a su consideración. Deme un mes y le probaré lo que rindo. Usted verá cuánto me paga en ese momento, ¿le parece?

Amanda le estiró la mano para sellar el pacto. El apretón fue fuerte y seguro por ambas partes. Cuando ella giró y le dio la espalda, Andrés la miró detenidamente. Tendría unos 40 años, aproximadamente. Realmente era una mujer corpulenta, alta, grande. Sin embargo era extremadamente femenina en sus gestos, movimientos y con un cuerpo agradable en sus redondeces. Sin duda que Rubens se hubiera enamorado de ella. Vestía una camisa un par de talles más grandes de su tamaño, un pantalón ajustado que marcaba sus generosas curvas y unas botas de media caña que habían conocido mejores épocas. Tenía el pelo oscuro y largo, tirante y atado en un coqueto moño. Bueno… al menos había sido coqueto cuando se lo hizo en la mañana. A esa hora de la tarde ya caían mechones por todos lados y el sol, moribundo, aprovechaba para resplandecer un rato más en sus cabellos.

De repente se detuvo.

-Andrés, deje sus pertenencias en la puerta de la casa. Luego lleve los caballos al corral, aliméntelos y vea si puede arreglar provisoriamente la parte rota de la cerca. Después venga a la casa. Yo en tanto voy a cerrar la tranquera, guardar los pollos y prepararé algo de comer. Dese prisa.

-Sí señora –no pudo decir otra cosa. La voz firme y enérgica de Amada le imponía respeto. No miedo, pero sí respeto.

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Todos los ingredientes estaban unidos y la masa estaba muy pegajosa aún. Comenzó a sobarla y siguió recordando. Más de una vez golpeó la masa con furia contra la mesa de madera. Es que… traer a su mente ciertas escenas lo llenaban de ira. Como aquella vez cuando…

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-¡Andrés, carajooooooo! ¿Cuántas veces quiere que le diga que tenga su cuarto ordenado? Yo no soy su sirvienta, más bien que es al revés. Lo estoy alimentando y dándole un techo en mi propia casa. Lo menos que puede hacer es mantener el orden y la limpieza dentro de ella.

Odiaba que lo rezongara, pero al mismo tiempo sentía algo que no podía explicar. La mayoría de las veces deseaba que ella lo retara, pero al mismo tiempo no le gustaba ser tratado como un niño. Él trabajaba muy duro, durísimo. En un par de semanas había convertido aquella chacra en un lugar habitable. Por supuesto que ella trabajaba a su par. Se levantaba temprano y se acostaba después que él, pero era muy exigente con la higiene y el orden, y eso era algo a lo que no se podía acostumbrar. Antes que “perder tiempo” en arreglar el lugar donde dormía, prefería salir a trabajar fuera de la casa. ¡Había tanto para hacer!

Algo que Amada le recalcó varias veces fue el techo de la casa. Había ido expresamente a la pulpería de Don Eustaquio a encargarle las chapas, y estaban allí desde hacía dos días; la señora aprovechó el viaje del cobro del dinero de la capital que estaba esperando, y compró lo necesario para el cambio de chapas del techo de la casa. El día anterior había terminado de arreglar el gallinero, que era otro trabajo que venía posponiendo. Cuando terminó era pasado el mediodía. Aquello le había tomado más trabajo del que había imaginado, así que inmediatamente se puso a trabajar en el techo y continuó al día siguiente. A la hora del almuerzo Amada le dejó saber su preocupación por el techo.

-Dicen que se viene una tormenta muy fea Andrés. Supongo que entre el día de ayer y esta mañana habrá trabajado en eso, no?

Se le atragantó el guiso en la garganta. Carraspeó y moviendo los fideos, verduras y carne en el plato, con la mirada fija en ellos, contestó:

-Bueno… la verdad es que ayer… terminé el gallinero. Pensé que me iba a llevar poco tiempo, pero se me complicó y me tomó toda la mañana.

-¿Cómo que el gallinero? Andrés, traje ayer las chapas con toda urgencia para hacer el techo… No entiendo… ¿qué criterio usó usted para decidir dejar el techo para después y terminar el gallinero?

El hombre se sintió avergonzado, con ganas de que la tierra se abriera a sus pies y lo tragara. Quería desaparecer de la mirada dura de aquella mujer, que por otra parte, tenía toda la razón… Se levantó de la mesa dejando el plato servido.

-Con su permiso señora -y se dirigió a la puerta. Amada no le respondió.

Los rayos del mediodía calentaban de manera implacable la espalda del joven. En pocas horas se vendría la noche y no podría trabajar por la falta de claridad. La tirantería estaba en buenas condiciones, pero debía trabajar con cuidado de no caerse. Ya tenía terminado más de la mitad de la casa, pero aún le faltaba mucho. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo no se había dado cuenta de la importancia del techo comparada con el gallinero?

El sol se desangraba en el horizonte y Andrés continuaba clavando chapas sin cesar. No iba a poder terminar y la tormenta se avecinaba. Optó por tratar de clavar lo mejor posible la parte que no pudo cambiar. No le estaba saliendo bien, no podía ver casi nada, estaba trabajando más al tanteo que por vista. Las primeras gotas de lluvia mojaron su espalda…

-Andrés, baje de allí inmediatamente. Está comenzando a llover y ya no se puede hacer nada –le gritó mientras Andrés seguía trabajando- ¿Pero está sordo o qué? Le dije que bajara! Además del agua hay rayos, relámpagos… Yo ya guardé los animales, así que deje eso y baje de una vez. ¡Obedezca!

El hombre la miró desde la altura del techo. Bajó la cabeza, recogió la herramienta y bajó. Luego de guardar todo en el granero, cerró la puerta y bajo una densa lluvia caminó lentamente hacia la casa. De vez en cuando un relámpago iluminaba todo el lugar. El cimarrón lo esperaba en el porche, moviendo la cola. Andrés estaba empapado, el agua le corría por todos lados. Entró a la casa.

-Puede ir a bañarse –le dijo Amada- Aquí lo espero.

Salió del baño vestido, con olor a jabón y el cabello húmedo. Se veía tan… sexy!

-Venga a comer, Andrés. Estuvo todo el día trabajando y ni siquiera almorzó. Siéntese y coma… La tormenta es más grande de lo que imaginé. Y el viento sopla fuerte. Por suerte pude guardar todos los animales. El cimarrón tiene suerte: esta noche dormirá dentro.
-No pude terminar –contestó él apesadumbrado.

-Hizo lo que pudo. Y va a pasar lo que tenga que pasar. Ahora cálmese y coma.

No era una sugerencia, era una orden. Cuando Amada quería ser firme, a nadie le cabía la menor duda, y Andrés no era la excepción. Se puso un bocado de comida en la boca pero se le hizo difícil tragarlo. Se sentía culpable, sentía que le había fallado a la mujer que amaba, que había confiado en él y eso lo ponía mal. Sin decir palabra se levantó y se arrimó a la ventana. Afuera la lluvia caía copiosamente, apenas si dejaba ver algo. Algún rayo de vez en cuando rasgaba el cielo, y el viento era cada vez más fuerte…

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La masa estaba amasada y sobada lo suficiente. El recordar aquella noche lo había puesto mal y había descargado toda su furia en el amasado. Espolvoreó un rincón de la mesa con harina, tomó la masa, hizo un enorme bollo con ella y la colocó encima. Luego la cubrió con un lienzo; ahora debería esperar a que levara, que doblara su volumen, que creciera.

También había ido creciendo el viento aquella noche. Su mente volvió a viajar y el recordar el ruido que produjo la primera chapa al volar por los aires, lo estremeció. Su memoria recordó como Amada salió corriendo para el fondo de la casa, hacia el cuarto donde guardaba las semillas y otras cosas que hacía poco había comprado en la agropecuaria.

Cuando iba a abrir la puerta, Andrés la agarró por la espalda y se lo impidió.

-Señora Amada… no abra esa puerta, por favor.

-Es que se va a mojar todo. Los granos, las semillas, el alimento de los animales… no tengo dinero para comprar más.

-Lo sé señora, lo sé… Pero con el viento que hay, si abre la puerta entrará el viento aquí, se embolsará y levantará el techo. En la parte que pude hacer de la casa me aseguré de dejar bien seguro lo que colocaba porque imaginé que podría pasar algo así.

Amada soltó el pestillo de la puerta.

-¡Suélteme! –le dijo en un tono severo y con dolor- Esto no hubiera sucedido si no fuera por su ineptitud. Tendremos todas las gallinas a salvo, pero no podré sembrar nada… ¡por su culpa!

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Amada salió corriendo dejando a Andrés con la vista en el suelo, desolado; se dirigió a su habitación y cerró la puerta. Caminaba de aquí para allá mientras sentía volar parte de su casa, esa casa y ese lugar que había comprado con tanto esfuerzo. Se sintió impotente, sola, con el peso del mundo a sus espaldas. Tanto esfuerzo, tanto dinero gastado… ¿para qué? Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro; lloraba de impotencia, de bronca, de rabia contenida. El viento seguía acechando y entre el cansancio y las fuertes emociones… se durmió.

Las primeras luces del día la despertaron vestida y tendida sobre su cama. Salió al porche y vió el desastre: al final, no había sido tanto como imaginaba, pero había chapas amontonadas en un rincón. Seguro que Andrés las había colocado allí. Se dirigió a la habitación del fondo a ver el estado de sus granos y semillas. Al abrir la puerta, comprobó que todo estaba bastante bien. Su idea de tapar todo con plástico y ponerlo en un lugar alto había dado resultado. Fue muy cuidadosa con todo, pero la noche cuando Andrés no la dejó entrar, estaba convencida de que la protección se había volado y había perdido todo. En realidad, lo único que se había arruinado eran unas bolsas con material de construcción que no tenía tanto valor. Respiró y miró hacia arriba. Andrés habia hecho un excelente trabajo, las chapas voladas serían unas 6 o 7 solamente. Ahora prepararía el desayuno y luego a trabajar otra vez.

Al pasar por el cuarto de Andrés, le llamó la atención la cama sin ropa. Entró. No había nadie allí y tampoco estaban las pertenencias del joven, sólo un sobre encima de la mesa de noche con su nombre manuscrito en el frente: “señora Amada”. Al abrirlo encontró todo el dinero que ella le había dejado el día anterior, la paga por el mes de trabajo. Comprendió que Andrés se había marchado…

Con el sobre en la mano se dirigió a la cocina, preparó el mate y se sentó a la mesa. Abrió el sobre, desplegó las hojas y leyó:

“Señora Amada,
O quizás debería decir amada señora…
Soy un hombre de campo, rústico y alguien que sabe apenas leer y escribir, por eso seguramente encuentre usted errores en esta carta, pero no en mis sentimientos.
Desde el día en que llegué y usted me permitió quedarme, me dio techo y comida, amistad y un poco de afecto, me hizo sentirme perteneciente a este lugar. Por eso trabajé con tanto ahínco y ganas, porque consideré esta casa mi hogar, aún sabiendo que no lo era.
Todo el trabajo y esfuerzo que realicé en este mes, se lo llevó la tormenta de ayer. Yo lo arruiné todo, todo lo que hicimos en este tiempo, el dinero que usted invirtió se mojó y se fue con la lluvia.
Tenía razón cuando me llamó inepto. Lo fui al poner el gallinero por encima del techo de la vivienda.
No sé cuánto habrá perdido. Supongo que todo el dinero que me pagó, más de lo que merezco, no cubrirá casi nada, pero es todo lo que tengo, por eso se lo dejo. Le dejaría también mi caballo, pero lo necesito para trabajar. Esta mañana antes de partir quise entrar al cuarto del fondo, pero no me animé ni a mirar.
Señora Amada, amada señora… me voy con mucho más de lo que vine, porque me llevo en el corazón este enorme amor que siento por usted. Se lo estoy diciendo ahora porque sé que no la volveré a ver jamás.
Gracias a usted ahora sé qué es estar enamorado. Ahora sé qué es beber los vientos por el amor de una mujer, pensar en ella cuando logro dormirme después de horas de insomnio cuando no me la puedo sacar de la cabeza. Que sea la primera imagen cuando me despierto y vestirme de apuro para poder verla en la cocina, caminando de un lado a otro mientras prepara el mate. Puedo besar sus labios cuando pongo los míos en la misma bombilla (utensillo que se utiliza para beber el mate) que ella tocó con los suyos.
Ahora sé lo que es conformarse con aspirar su perfume cuando pasa a mi lado, mirarla, desearla, tomar algo de su mano para sentir la tibieza de su piel… Pero también sé que es inalcanzable para alguien como yo, que solo supo hacerle daño y dejarla casi arruinada. Por eso, mi amada señora, he decidido marchar.
Ojalá que algún día pueda perdonarme. Le deseo lo mejor. 
Hasta siempre, hasta nunca...

Andrés”

-¡Es un imbécil! ¿Quién le dijo que yo soy inalcanzable? Si yo también lo amo…

Sí, ella lo amaba desde aquel día que lo vió galopar en busca de su yegua. Lo amó desde que él le regaló aquella mirada color caramelo. Amó su cuerpo dorado y cincelado por la naturaleza como a un dios griego. Amó su sonrisa, su disposición al trabajo, sus silencios y su timidez. Amó su entrega, su pasión a todo lo que hacía, el cariño por los animales, el campo y la naturaleza en general. Pero se había ido. Saldría a buscarlo pero… ¿dónde?

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La masa ya había levado y Andrés sabía que era hora de armar el pan, como en aquel momento también había sabido que era hora de regresar con su señora Amada.

Partió la masa en 3 porciones. Su corazón también estaba partido cuando trataba de conseguir trabajo y no podía hacer nada. Era imposible arrancarla de su pensamiento o de su vida. Aquello era un infierno, un castigo terrible. No podía seguir así, por eso emprendió el regreso. Le pediría perdón a su señora y le diría que sólo quería estar a su lado. Estaba dispuesto a pagar su culpa como ella lo considerara conveniente.

Armando el pan recordó cómo había armado en su mente todo lo que le diría a la señora. Al llegar a la tranquera, el cimarrón salió a su encuentro a ladrido pelado, saltando hasta sus pies para demostrarle su alegría. Ante tal alboroto, la señora Amada había salido también al porche y se quedó quieta, esperando que se acercara a la casa. Sólo por verla allí parada había valido la pena el viaje de regreso.

Cruzada de brazos, con el cabello al viento y la mirada… la mirada… no sabía distinguir si era de enojo, de alegría, de… No, no, evidentemente estaba enojada, y no era para menos. Pero debía enfrentarla. Bajó del caballo, lo ató y se paró frente a ella, con la mirada baja.

-Pensé que había contratado un hombre trabajador y valiente, no un cobarde que huye ante el primer problema. ¿A qué volvió, Andrés?

-A pedir perdón, a disculparme, a aceptar el castigo que usted decida imponerme por todo lo que hice mal. También decirle que lamento todo lo que le dije en la carta.

-¿Todo lo que me dijo? A qué se refiere, qué es lo que lamenta ¿haber huído? ¿haberme dejado el dinero? ¿o haberme declarado un falso amor?

-No, señora ¡eso no! Mi amor es real –dijo, y bajó la cabeza de inmediato, lleno de vergüenza – El dinero era suyo, yo no lo merecía. Lo que lamento es que haya perdido los granos y semillas por mi ineptitud. Y encima, haberla abandonado en el peor momento, como un cobarde...

-Repito: ¿Qué es lo que quiere Andrés?

-Que me admita nuevamente como su sirviente, su peón, su empleado. No puedo vivir ya fuera de esta casa y… y sin su presencia señora.

La actitud de Amada se hizo más dura aún.

-Y ¿vos te creés que te va a ser tan fácil? O sea, que decidís irte cuando se te da la gana, cuando más se necesitan dos brazos para trabajar; y decidís volver cuando querés, cuando te parece que mi enojo ya se habrá calmado. Y yo te tengo que perdonar, no?

-No señora, no tiene que perdonarme si no lo desea, pero… -cayó de rodillas- le suplico que me perdone. Castígueme como lo desee, pero permítame estar a su lado nuevamente.

-Andá al cañaveral y traé una tacuara. Limpiala y preparala porque con eso vas a recibir tu castigo. Cuando la tengas lista me la traés.


Él la quedó mirando desconcertado.

-¿Qué? ¿No me oíste? Hacelo ya, o de lo contrario… andate. Y no digás que me amás, que me querés servir y no sé cuántas cosas más –dio media vuelta y entró a la casa.

El hombre se levantó lentamente y salió hacia el cañaveral. Miró las cañas y tomó una; la midió, la cortó y comenzó a limpiarla. Cuando terminó su trabajo se dirigió a la casa, golpeó la puerta y la voz de su señora le dio el permiso para entrar.

-Aquí está lo que me pidió, señora Amada –extendió la caña con las dos manos y completamente limpia.

-Dejala arriba de la mesa y vení para acá –Andrés obedeció y se paró en frente de ella- Ahora te voy a decir algo: el castigo que vas a recibir no es por lo que se arruinó aquella noche de tormenta, sino que te voy a castigar por haberte ido, por haber abandonado tu trabajo y a mí cuando más te necesitaba. Te voy a castigar por no haber tenido la valentía de enfrentar tus errores… y tus aciertos.

Se sentó en la silla que él mismo había fabricado para ella, de cuero de vaca. Una vez que Amada se hubo acomodado, le indicó que se pusiera sobre sus rodillas. Con la cabeza gacha y muerto de vergüenza, Andrés obedeció. Era humillante esa posición. Lo estaba tratando como a un niño pequeño. Pero dijo que aceptaría todo y eso era lo que iba a hacer.

-¿Preparado para recibir tu castigo?

-Sí, señora –contestó con voz segura.

Los golpes comenzaron a caer sobre sus nalgas. Nunca había sido tratado de aquella forma, ni siquiera por sus padres que perdió cuando era un jovencito. ¿Cómo era posible que él, tan hombre, tan viril, estuviera permitiendo que una mujer lo azotara de aquella forma tan humillante? Y lo peor, lo más inexplicable era que gozaba cada azote. El sentir la mano de la mujer que amaba sobre él, le experimentaba un estremecimiento especial.

Amada no era débil. Sus nalgadas se sentían lo suficiente como para que ardiera, aún encima de la ropa. Varios minutos estuvo así, soportando aquel castigo que si bien era doloroso, no lo era tanto como la humillación de verse en esa pose y azotado por una mujer. A medida que el castigo avanzaba, él reflexionaba en el motivo de todo aquello: su huída. Y se arrepentía una y mil veces de haberlo hecho.

-Ahora, ponete de pie. Y desnudate de la cintura para abajo.

Andrés iba a protestar, pero al ver el rostro de Amada, decidió obedecer. Se quitó las alpargatas, su pantalón y la ropa interior, que dejó en un montón tirado en el piso.

-Veo que no has cambiado tus hábitos. Recogé esa ropa inmediatamente, doblala y ponela sobre la silla.

El joven no sabía cómo hacer para ocultar su evidente excitación, mientras que Amada lo que trataba de ocultar era su sonrisa y aprobación por lo que veía. Le divertía ver el tremendo esfuerzo que hacía Andrés para que ella no pudiera observar su miembro en casi, su máxima expresión. Pero...

-Ahora que lo pienso mejor, sacate toda la ropa.

-Pero señora…

-Si vas a poner peros, agarrás tus cosas y te vas. Hoy te va a quedar claro quién manda si decidís quedarte a mi lado.

No dijo más nada y comenzó a desvestirse hasta que quedó totalmente desnudo ante la escrudiñadora mirada de Amada, que se deleitaba con cada parte de su cuerpo sin darle importancia a la vergüenza y pudor de aquel hombre que estaba amando más a cada momento, ese hombre que era capaz de soportar todo aquello por amor a ella, por quedarse a su lado.

-Bien. Alcanzame la vara. Quiero que apoyes manos y codos sobre la mesa, abras las piernas y escuches lo que voy a decirte: si te vas a quedar acá va a ser bajo mis órdenes. No podrás hacer nada sin preguntármelo antes. Tu voluntad me pertenece por completo, y vos también.

Mientras que decía esto, hacía silbar la vara, cortando el aire y haciendo imaginar a Andrés lo que le esperaba. El primer azote lo tomó de improviso. Él estaba atento a lo que le decía su señora.

Levantó la cabeza e hizo un pequeño gesto de dolor con su rostro, pero no dijo nada. Una marca roja cruzaba sus nalgas…

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Con el cuchillo muy afilado, Andrés hacía un corte en cruz sobre los bolos de masa. Así de lacerantes eran los azotes que le había propinado su señora Amada el día de su regreso. Su mente volvió a aquel momento una vez más. Si bien los azotes dolían, las palabras de su señora y dueña desde aquel momento, le dolían mucho más. ¿Era tan grande su amor por ella que era capaz de soportar todo aquello? ¿Dónde quedaba su hombría, su machismo? Se dio cuenta y aceptó que había renunciado a todo eso por obtener su amor.

-Decime Andrés… ¿quién te dio derecho de decidir por mí?

-¿Cómo dice, señora? Yo jamás me atrevería a hacer eso.

-¿No? Pero lo hiciste. Decidiste reparar el gallinero en vez del techo de la casa. Decidiste levantarte de la mesa por dos veces y dejar la comida servida sin tomar en cuenta el trabajo que yo me había tomado para hacerla. Decidiste que el dinero que te dejé como pago de tu trabajo debías devolvérmelo. Decidiste irte sin dejarme saber que lo hacías y sin saber si yo quería que te fueras o no… Eso por nombrar solo algunas cosas. Y ahora volvés arrepentido para que te perdone.

Varios azotes más cayeron sobre las nalgas del joven, que se sentía más y más humillado cada vez. Sabía que su señora Amada tenía razón, que no había actuado de una manera correcta. Estaba recibiendo el castigo que merecía y lo recibía gustoso si ese era el precio que debía pagar para quedarse a su lado.

Lo que no entendía era por qué su pene se había empecinado en permanecer duro, inhiesto. Su excitación no tenía límites y temía no lograr controlarse y eyacular delante de su señora Amada.

Luego varios azotes, desnudo como estaba, le dijo que fuera al cuarto donde guardaban los enseres para los caballos. Una vez allí, lo hizo tenderse sobre una silla de montar.

-¿Sabes Andrés? Sos un potrillo bravo y salvaje que necesita conducción. Mi fusta y yo te conduciremos de aquí en más por los lugares correctos para vos.

Los golpes de la fusta eran precisos y el lugar donde caían bien definido. El azote de la fusta era diferente a los otros. Los 20 o 30 fustazos que recibió dejaron huella en sus nalgas y en su alma arrepentida.

En la posición que estaba no podía ver a la señora, pero oía el taconeo de sus botas, su firmeza para caminar. En un momento no sintió ningún paso más, pero su oído percibió el sonido que le hizo correr un frío por su médula. Sí, su señora se estaba quitando el cinto que traía puesto; lo hizo correr lentamente por cada una de las presillas y al final lo sacó de un solo tirón. El chasquido en el aire hizo que levantara su cabeza, pero el resto de su cuerpo se mantuvo indemne.

Amada acarició lentamente sus nalgas con el cinto. Luego pasó la mano por cada una de las múltiples marcas que mostraba aquel culo túrgido y de formas redondeadas. Lo acarició un largo rato y… Andrés se sintió en la gloria. Que ella lo tocara era todo su sueño, y sentirse así acariciado era más de lo que se había atrevido a soñar.

Luego de un descanso que se le había hecho necesario a los dos, Amada comenzó su castigo con el cinto. Una vez y otra mas levantó su brazo y dejó caer con fuerza la herramienta de castigo sobre las nalgas de Andrés.

Desde que él había comenzado a quitarse la ropa hasta ese momento, habían pasado al menos una hora y media, quizás más. Amada consideró que ya era suficiente.

-Levantate Andrés, y andá para mi cuarto…

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Los bollos ya estaban elevados y listos para ser horneados. Puso todo en una tabla especial de panadero y se dirigió al horno. Con la ayuda de unas bolsas de arpillera y con extremo cuidado, abrió la puerta del horno.
Miró el fuego. Las llamas ya se habían apagado y solo quedaba la brasa encendida. El horno estaba caliente y las brasas al rojo vivo. Rojo como su culo con aquella azotaína, y caliente como el ambiente de excitación que se había formado con toda aquella situación.

Se quedó hipnotizado mirando dentro del horno y se visualizó aquel día yendo hacia el cuarto de la señora, desnudo, avergonzado y humillado. Al llegar al lado de la cama se detuvo con la cabeza baja y esperó.

La señora Amada venía tras él, observando ese cuerpo glorioso y esas nalgas que necesitaban atención urgente. Ella también necesitaba atención y la iba a obtener.

-Apoyá las manos en esa silla.

Obedeció. No le diría que no a nada. Si ella consideraba que debía seguir castigándolo, lo aceptaría con tal de quedarse a su lado. Pero… cuál sería su sorpresa al sentir el frescor de una crema que la señora esparcía por sus nalgas. La crema se sentía refrescante y las manos de la señora eran de seda y azucenas. Un largo rato estuvo en esa pose, gozando las caricias de Amada, que a su vez también gozaba acariciando las nalgas del guapísimo joven.

-Quiero que sepas que esto lo hice por tu bien, para que quede claro quién mandará en tu voluntad y en tu vida. Hice esto porque me importás, porque quiero lo mejor para vos. Espero que así lo entiendas…

Como sin querer pero a propósito, más de una vez dejó escapar las caricias de las nalgas y tocó, al principio levemente pero luego con más detenimiento, los testículos del joven, que daba un respingo y gemía cada vez que esto sucedía.

-Ahora… ponete de pie y mirame.

Trató de tapar su excitación con las manos, pero ella se las apartó. Eso hizo que él bajara la cabeza y mirara para un costado. Tomando su cara con ambas manos, Amada hizo que él fijara sus ojos en ella. La mujer dio un paso hacia delante y comenzó a besar suavemente el rostro del hombre, hasta que llegó a sus labios. El enamorado de ojos de caramelo fijó su vista en la mujer y con la mirada le suplicó un beso, y ella se lo concedió.

¿A qué le supo aquel beso maravilloso? Era dulce como la miel, largo como su desesperación, húmedo como la lluvia de aquel día, tibio como el sol de la tarde, y caliente como las brasas de aquel horno que… se estaba enfriando. Metió los panes dentro y lo cerró.

También habían cerrado la puerta de la habitación cuando los besos dejaron lugar a las caricias más osadas. La señora era la que le permitía y hasta le suplicaba sin palabras que la hiciera suya.

Despojándola de toda la ropa, la tomó en sus brazos y la depositó en la cama, como si fuera de cristal. Ahora era completamente feliz y lo que más le importaba era hacer feliz a su señora.

Comenzó a tocarla suavemente, sin dejar de besarla en ningún momento. Las manos de Andrés acariciaron su rostro y su cuello. Luego conoció sus pechos aún túrgidos y acogedores, con sus pezones rosados y duros. Su boca comenzó a bajar por el centro del cuerpo entre los gemidos de la mujer. Cuando llegó a su Monte de Venus, le hizo abrir las piernas y ante sus ojos maravillados se encontró con una vulva rosada y húmeda. La lengua rozó levemente el clítoris, mientras que con los dos dedos de su mano derecha atrapaba ese centro de placer de las mujeres, moviéndolos en la base hacia delante y hacia atrás. A su vez la lengua jugaba y humedecía el glande, que se ponía cada vez más hinchado y tieso. Amada estaba a punto de explotar de placer, pero antes de que esto sucediera, él introdujo el dedo corazón, y acarició la pared del lado donde estaba concentrada toda su atención. La descarga de flujos fue tan enorme como sus gritos de placer. 

A medida que los orgasmos iban apareciendo, apretaba la cabeza de Andrés contra ella. Fueron varios seguidos que la trasportaron a otra dimensión. No le importaba nada, no sabía quién era, ni dónde estaba, ni si el mundo se acababa. Ella estaba logrando los mejores orgasmos de su vida. Las contorsiones y los espasmos entre gemidos y suspiros, hicieron sentirse totalmente satisfecho a Andrés, que había logrado que su señora gozara de aquella forma.

Mientras que Andrés se acomodaba a su lado, Amada trataba de recuperarse. Lo hizo casi inmediatamente, y ahora ella le haría gozar a él. Sin decirle nada, se dirigió a su pene. Posó su mano y apretó levemente. Abrió su boca y Andrés comenzó a gozar de la humedad y calidez de Amada, que disfrutaba de solo verle la cara de satisfacción. El hombre cerró los ojos y se entregó por completo al goce que le estaba proporcionando su señora Amada, su amada Señora. Nunca le habían hecho algo así, aquello superaba todo lo vivido hasta ese momento. Por momentos el placer era tal que si abría los ojos le quedaban totalmente en blanco. Cuando estaba a poco de explotar, se colocó rápidamente encima de él e hizo que la penetrara.

Se tomaron de las manos y ella extendió los brazos cual un águila en la inmensidad del cielo. Los movimientos se hicieron cada vez más frenéticos hasta estallar en un mar de placer…

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La mesa estaba dispuesta. Era sencilla: platos, vasos, vino, una bandeja con fiambres y la comida preferida de Andrés. Amada se la había preparado y estaba esperando el pan. Miró por la ventana y vio como su sumiso. su hombre lo sacaba del horno y lo colocaba en una fuente. Lo siguió con la mirada y pensó en lo enamorada que estaba de él. Tanto o más de lo que él la amaba.

-Mi señora Amada, aquí está el pan, tal como usted lo pidió…

-Sí, dorado y caliente… ¡como vos!

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